11/9 La vuelta de una tuerca sin fin

Quise desarchivar esto que escribí la misma tarde del 11 de septiembre de 2001, y que luego fue publicado en un par de revistas de España y varios blogs en distintos lugares. No sabía entonces el carácter anticipatorio que tenían algunas de las ideas que esbocé en ese artículo.



MORIR MATANDO, UNA OPCION QUE AMENAZA NUESTRA VIDA Y DESMORONA NUESTRA LOGICA

"...el futuro de la especie será inviable mientras la mitad de la humanidad sólo pueda elegir entre diferentes formas de morir"



Los sentimientos de horror, estupor e indignación por los ataques a Nueva York y al Pentágono se tornan de algún modo inefables, de casi imposible descripción mediante la palabra. 

Al mismo tiempo, muchos de los adjetivos susceptibles de emplear para calificar el múltiple atentado sobran; especialmente aquéllos que remiten a nociones como insensatez o demencia. Porque, aún dentro de la angustia y el duelo, es imperativo tomar conciencia de que esta barbarie sí tiene un sentido, una racionalidad propia y un sistema de valores, intereses y representaciones que la construyen y sustentan.

El problema es que la mayoría de los modelos mentales que soportan la racionalidad de la cultura democrática moderna – preferimos no usar el término occidental por demasiado equívoco – son ineficaces para aprehender ese sentido: La falla de los sistemas de seguridad preventivos no sería, en este caso, tecnológica, sino más bien la consecuencia de nuestra imposibilidad de prever conductas regidas por otros códigos, por un discurso moral impenetrable, para el cual la destrucción y la muerte –especialmente de víctimas civiles no beligerantes – no aparecería como un acto punitivo sino, tal vez, como "un camino hacia el Bien".

Excede nuestro interés y nuestra idoneidad interpretar el Islam; en cambio, proponemos interrogarnos acerca de cómo 
dentro del Islam, en el último medio siglo, los excluidos y desheredados del mundo fueron conducidos a la construcción de un sentido de presunta redención. 

Cómo y cuándo los valores de la modernidad – libertad, igualdad, fraternidad – pasaron de no tener ningún sentido a tener el peor de ellos, es decir, aparecer como causa maldita del propio sufrimiento.

Cómo y cuándo los déspotas que expoliaron por siglos a sus súbditos, subordinándolos a una doble moral para construir poder y fortuna, urdieron la trama que transformó la obediencia en odio hacia los valores y emblemas de la sociedad abierta, es decir, hacia un enemigo externo, metropolitano, burgués y preferentemente blanco.

Cuánta responsabilidad tienen los líderes de esta sociedad, muchos de los cuales hoy se desgarran las vestiduras en nombre de la libertad y la democracia, por haber tolerado, fomentado y provocado que la mitad de la humanidad resultase empujada, por generaciones, muy lejos de la libertad y de la democracia.

El doctor Frankestein de esta horrible pesadilla tiene muchos rostros. No sólo el de Osama Bin Laden, el poderoso mercader de la Jihad que parece creer menos en la Guerra Santa que en sus mucho más prosaicos beneficios. No sólo el de los líderes israelíes que, en 1967, después de asestarle un durísimo golpe al delirio expansionista de Nasser, no supieron avizorar la oportunidad de retirarse a sus fronteras originales, para actuar como los promotores del desarrollo de sus vecinos y no como los gendarmes de occidente, como bien pensaba el asesinado Rabin. 

Están también los rostros secretos de la industria bélica, el negocio más poderoso del mundo, y los de sus nuevos socios del narcotráfico, el lavado de dinero y el tráfico electrónico de finanzas espurias.

La furia de los desheredados, elevada a la jerarquía de supuesto fuego sagrado, provee la lógica interna de la criminalidad terrorista: Su logística, sus comandos suicidas, su absoluto desapego a toda noción de respeto o misericordia por los inocentes, su saña expresamente dirigida a causar el mayor daño posible en el punto de mayor dolor. 

Pero no alcanza para entender el rol estratégico del terrorismo, la trama de intereses complejos y contradictorios a la cual son funcionales el odio y el fanatismo.

Nos excede también descifrar esa estrategia, pero no podemos negar su existencia. Los que ejecutaron la masacre muy probablemente la concibieron como un acto de venganza y purificación, un camino para encontrarse rápidamente en gracia con Alá. Pero los autores mediatos no planearon la matanza del 11 de septiembre como un fin en sí mismo, sino seguramente como un acto provocador de reacciones múltiples, variadas y combinables.

¿Cuántas y cuáles de esas reacciones nuestra racionalidad supuestamente avanzada permite concebir y legitimar? ¿Se trata de bombardear Kabul hasta reducirla a una playa de estacionamiento? ¿De expulsar a todos los musulmanes de Estados Unidos, o “internarlos” como se hizo en 1942 con los japoneses? ¿Incinerarlos en sus ciudades, como se hizo en 1945 en Hiroshima, cuyos 50 mil inmolados también eran civiles no beligerantes? 

¿O se trata de abandonar los beneficios de la sociedad abierta y establecer el estado de sitio perpetuo, la república policial invulnerable? ¿Nos produce envidia, acaso, que la libertad aparezca más frágil que la tiranía, que resulte más fácil bombardear Nueva York que Bagdad? ¿Nos sentiríamos más seguros si cada pieza de nuestro equipaje y vestimenta fuera minuciosamente escrutada en cada aeropuerto del mundo durante el resto de nuestras vidas? 

Y, por último pero no menos importante, ¿quiénes serán los tributarios de los pingües beneficios de la nueva guerra, ya sea ésta una confrontación expresa en el campo de batalla o el desenfreno por producir mayores y más sofisticados escudos de protección, requisa y alerta?

La supuesta custodia de nuestros bienes materiales y espirituales contra la “codicia” de los desheredados no sólo es cada vez más cara sino crecientemente ineficaz: Su punto de quiebre opera cuando el costo de la seguridad resulta mayor que el del patrimonio custodiado o, en otro plano, cuando el costo de la guerra es mayor que el valor material y estratégico del territorio en disputa, como ocurrió durante cuatro décadas en Africa, Indochina y otros puntos del globo. 

Mantener la concentración de los beneficios no es sólo inicuo, sino también suicida. Sabiamente, Leah Rabin dijo que el camino hacia la paz con los palestinos debía construirse con hospitales, escuelas y oportunidades que igualaran los niveles de vida entre los vecinos de uno y otro lado de la frontera.

Perseguir y neutralizar a los terroristas es una tarea por sí sola de enorme complejidad, que exige profundos cambios de visión para intentar decodificar lo que ocurre en la cabeza, no sólo de los líderes, sino también de sus socios e inversores ocasionales y, muy especialmente, de los hoy millares de hombres y mujeres cooptados por la furia redentora. Los controles aeroportuarios, los satélites espías y las expediciones punitivas sólo tienen un sentido táctico, o incluso ninguno, salvo para los proveedores de insumos.

Pero nada de esto alcanza, como no alcanzan la solidaridad activa con las víctimas ni la necesaria unidad internacional para enfrentar el flagelo terrorista; el futuro de la especie será inviable mientras la mitad de la humanidad sólo pueda elegir entre diferentes formas de morir. 

El peligro de que cada vez más personas elijan morir matando está resultando demasiado grande para nuestra pobre imaginación lineal y reactiva.

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