Este artículo fue incluido en la publicación correspondiente a las XVI Jornadas de Reflexión Académica en Diseño y Comunicación 2008, de la Facultad de Diseño y Comunicación,
Universidad de Palermo, Buenos Aires, Argentina.
Año IX. Vol. 9
ISSN 1668-1673
En busca de las claves y las señales
por Edgardo G. Abramovich
Por creer que las palabras son cosas y no están cargadas
de sentimiento… decimos cosas que no significan
nada... Deberíamos hablar como Shakespeare. Enseñarlo
en las escuelas... Si nos enseñaran a sentir no seríamos
tan violentos...
Comentario de un mendigo a la cámara de
Al Pacino, en el Central Park de Nueva York,
durante el rodaje de En busca de Ricardo III.
El invierno de nuestro descontento
La comunicación no está de parabienes. Contrariando los augurios – y la pereza conceptual – de quienes pregonaban olas de futuro promisorio y ascendente, la llamada sociedad de la información no llegó a constituirse en sociedad del conocimiento y, si bien el conocimiento es hoy un capital económico tanto o más sólido que los recursos naturales y la capacidad de manufactura, su control es aún más monopólico y su acceso cada vez más restringido.
A pesar de ello, la comunicación sigue siendo la más humana de las herramientas, la más transversal y multívoca de las conexiones, el recurso – al menos potencialmente – más distribuido y el de más rápido acceso. En la crisis, la comunicación es oportunidad y desafío.
Justamente por estos rasgos privilegiados, el estudio, el ejercicio y la reflexión autocrítica de la comunicación como profesión – en los medios, las instituciones y las organizaciones – se perciben hoy como demandas más severas, como exigencias impostergables.
En un mundo fragmentado, plagado de argumentaciones falaces para explicar lo injustificable, sobrecargado de recursos tecnológicos que aíslan a los individuos en lugar de integrarlos en proyectos colectivos, saturado de velocidad y vínculos efímeros, sumido en un grado endémico de desigualdad y exclusión social, privado de ciudadanía y con los derechos degradados a niveles que no conocen precedente, el arte de comunicar eficazmente enfrenta problemas nuevos, originales. Entre ellos, el de revisarse a sí mismo como oficio; sus métodos, sus recursos, sus parámetros éticos, su anclaje transdisciplinario, sus marcos teóricos, su rol como un agente de
cambio social y cultural.
Los cerrojos que mencionamos en el título son aquellos núcleos, impenetrables en apariencia, cuya rigidez obstruye el avance de la comunicación como herramienta de cambio, tanto en el aprendizaje como en su aplicación real y efectiva. Las encrucijadas, a su vez, constituyen los puntos y momentos de decisión para asumir saltos de calidad, cambios de paradigma, elección razonada de los caminos que nos permitirán salir del estancamiento.
Philippe Breton (1)nos advierte sobre el riesgo de convertir a la comunicación en una palabra que no quiere decir nada, “un coloso terminológico con pies de arcilla”.
En este borrador de agenda propositiva esbozamos algunas líneas de reflexión para que, desde el ámbito académico, empecemos a conjurar ese riesgo. A encontrar las llaves que abren los cerrojos y las señales que descifran las encrucijadas.
La indigencia lingüística
El primero de los cerrojos es bastante más complejo que la evidente pérdida de vocabulario y de capacidad expresiva que hoy afecta a la mayoría de los estudiantes y se extiende a graduados y poseedores de postítulos y maestrías.
Quienes no hablan bien, no pueden pensar bien ni comunicar bien. Y tienen limitada, también, su aptitud de comprender, porque la que está vulnerada, junto con el lenguaje, es la capacidad de relato. Esa condición natural del humano – bio-psico-social – como un ser capaz de articular una historia con tiempos –antes, durante y después -, y con actores – sujeto y objeto -, ese privilegio de la especie que garantiza su libre albedrío, se desarrolla aún antes del aprendizaje de la escritura y se manifiesta en la musicalidad del relato, claro y ordenado, que cualquier niño que concurre al jardín de infantes puede hacer de un episodio cotidiano.
La capacidad de narrar anticipa la de construir una visión del mundo, un imaginario de los deseos colectivos y la suma de las representaciones que van configurando los pactos de convivencia. El mundo humano, a diferencia del natural, es un hábitat de significados. La pérdida del relato, el sacrificio del habla en aras de la imagen, la onomatopeya, el acrónimo o la gesticulación, constituye un envilecimiento mucho más grave que un conjunto de malos hábitos: es pérdida de identidad y soberanía personal, degradación de la condición de sujeto para sumarse a una difusa maraña de objetos que no significan; tan sólo se usan o desechan.
Técnicamente, el punto de partida – pero no el de llegada, hacemos la advertencia – para considerar el problema cae en la categoría de aquellas cosas que, de tan obvias, no se tienen en cuenta: quién no sabe leer tampoco sabe escribir.
¿Qué significa, para alguien que ha cursado al menos estudios secundarios, no saber leer? Significa mucho: Legiones de aspirantes que son reprobados en los exámenes de ingreso a las universidades por fallar en la comprensión de textos. Conductores de radio y TV que no pueden decir una oración entera, completa, de una sintaxis simple. Dirigentes que no pueden articular un discurso que represente una idea asible. Textos publicitarios llenos de palabras inconexas – especialmente verbos en su modo imperativo, como “vení, subite, gozá, desafiá los límites”, etc. – con las cuales no es posible narrar nada. Preguntas de respuesta imposible; respuestas que revelan incomprensión de la pregunta.
Es un nuevo tipo de analfabetismo funcional.
Conocíamos dos: uno cuantitativo y estadístico, que sumaba como semi analfabetos o analfabetos funcionales a aquéllos que no habían terminado la escuela primaria o elemental. Tratándose de un dato demográfico y no de una caracterización particular, no importaba para la estadística si quien había abandonado la escuela era un escritor notable o si, al revés, el que había alcanzado estudios superiores podía a duras penas preparar un informe de una carilla. El otro tipo, de cuño cualitativo, definía al semi analfabeto como aquél que se revelaba incapaz de narrar por escrito un hecho banal de su vida cotidiana; hasta hace unos treinta años, las personas con tales limitaciones se encontraban predominantemente en los niveles socioeconómicos urbanos más bajos.
Lo de urbanos no es un preciosismo retórico: entre los trabajadores rurales y muchos otros de oficios manuales, con escasa o nula instrucción formal, el habla cotidiana conserva una estructura narrativa precisa, elegante e incontaminada. Para estos hombres y mujeres, el relato, la fuerza expresiva del relato, constituye un arma de supervivencia individual y grupal; sin relato no hay memoria, no hay historia y no hay aprendizaje. Este fue – y sigue siendo – el grupo de quienes, sin saber escribir, hablan naturalmente mejor que muchos eruditos.
El tercer tipo de analfabetos funcionales es más complejo, conserva del segundo tipo la escasa o nula destreza para narrar – y para exponer – pero manipula un caudal mucho mayor de información. La manipula, la trafica, no necesariamente la entiende, pero en general cree que sí. Y aquí reside la singularidad del nuevo semi analfabeto: no es consciente de sus limitaciones ni de sus debilidades y carece de referencias de comparación.
A diferencia de los primeros dos tipos, al tercero lo detectamos en los sectores medios y medio altos, en las universidades y hasta en los posgrados. En cargos gerenciales o directivos en las empresas. No lo encontramos aislado en una tarea monótona o burocrática, sino navegando a través de las más diversas actividades, agregándose a grupos y tribus urbanas que se entremezclan y se potencian.
Lo observamos, sobre todo, reforzado y ratificado por el espejo de los medios de masa, que replica la misma imagen de pobreza expresiva, la misma falta de elaboración de las noticias y los argumentos: el discurso – en su sentido de curso o camino – ha desaparecido del espacio público, donde sólo quedan afirmaciones e intuiciones mayormente incompletas, yuxtapuestas e inconexas.
Se ha constituido una suerte de ecosistema cultural veloz, incandescente y trivial en el que la palabra es sólo sonido, sólo objeto.
Con acierto, los especialistas prefieren ya no hablar de analfabetismo – término que remite a mediciones demasiado estáticas – sino de indigencia lingüística. Aún cuando no todos se han puesto de acuerdo en el alcance y significado de este concepto, resulta útil para describir un problema que excede, con mucho, a la estrechez de la prosa, y remite a la estrechez de la mente.
La respuesta académica
La primera pregunta, en esta línea de reflexión, parece ser qué dirección debe tomar la universidad en la reconstrucción del relato perdido. Perdido en su forma explícita de prosa discursiva o literaria, pero extraviado también en su esencia implícita de representación, de visión del mundo. De algún modo, el pregonado “fin de la ideología” no hizo sino crear una nueva ideología, de predominio muscular, en la que las palabras sobran por innecesarias o superfluas.
La encrucijada ofrece caminos de final incierto y alto riesgo. La universidad no puede por sí sola desandar el trayecto de sucesivas pérdidas que el estudiante ha recorrido en las etapas formativas anteriores. Especialmente para las universidades privadas, los filtros al ingreso o los clásicos cursos de nivelación obligatoria podrían ser ruinosos y disparar una competencia destructiva para capturar a los aspirantes menos dispuestos al esfuerzo.
En el caso particular de las facultades e institutos dedicados a la enseñanza de las comunicaciones organizacionales o sociales, el problema conlleva un costo agregado: si es grave que un estudiante universitario no sepa hablar, leer y escribir correctamente, es gravísimo cuando se trata de un estudiante de comunicación.
Sin embargo, es posible que en este serio desafío aparezca la oportunidad ¿Pueden las facultades de comunicación constituirse en laboratorios en los que se investigue la indigencia lingüística, se elaboren los antídotos y se formen quienes estarán en la primera línea de lucha contra esta pandemia? No nos atrevemos a responder de modo categórico, pero sí a proponer la pregunta como problema. Un problema, a diferencia de un dilema, tiene soluciones si se lo formula adecuadamente, si se lo ordena y se descomponen sus partes. Las encrucijadas son, casi por definición, problemáticas y no dilemáticas: uno o más de los caminos que se cruzan es transitable – y conducente - a partir de cierto punto.
Y son varios los caminos posibles a tomar sin alterar radicalmente el currículum. Exigir a cada docente – sin importar cuan “técnica” sea su asignatura – que incluya siempre en sus evaluaciones la destreza expresiva y redaccional del estudiante. Agregar talleres de recuperación de la habilidad lingüística. Incorporar, primero con carácter de optativas, materias que promuevan el interés por el arte, la literatura, el cine, los estudios sociales y el contacto con culturas diferentes. La sensibilización como vía de comprensión de la diversidad.
Que un estudiante transite veloz y tangencialmente por las sinopsis de las diferentes teorías de la comunicación, de Jacobson a Chomsky, de Morris a Eco, de Saussure a Verón, para después expurgar esos datos en las mesas de examen sin apropiarse de ninguna sustancia residual no es, lo sabemos, aprendizaje. En el mejor de los casos es bulimia bibliográfica. Y en el más probable, una impostura intelectual.
Quien no sabe disfrutar de la lectura en general no aprovecha en ningún caso la lectura particular de los grandes clásicos de la especialidad. Esos clásicos supieron escribir sus trabajos iluminadores porque antes – o durante – pudieron gozar de otros como Shakespeare, Cervantes, Borges o Carpentier.
En la práctica profesional del comunicador institucional, del redactor publicitario o del relacionista público se advierte de inmediato la diferencia entre el que domina la magia de la lengua y el que sólo manipula algunos limitados recursos de efecto.
Por otra parte, sería interesante considerar que los trabajos de campo adquieran progresivamente el carácter de aprendizaje servicio: experimentar no solamente con grandes o pequeñas empresas, sino probarse también en el trabajo solidario – ciertamente más áspero y disparador de la innovación – con organizaciones de la sociedad civil, centros de investigación e incluso otras unidades académicas, otras carreras, para integrar la actitud transdisciplinaria desde temprano.
Un eje prioritario – que lo es también para muchas otras carreras, pero que adquiere especial relevancia en el caso de los profesionales en comunicación – es el de promover la formación de auténticos generalistas, que entiendan y ejerzan la comunicación no como una ciencia autónoma – no lo es - sino como un arte conectivo que entreteje vínculos en los intersticios de todas las otras disciplinas.
Finalmente, consideramos que en algún punto de las carreras será necesario incorporar el estudio de los derechos humanos. Explícitamente, el Código de Conducta de la Asociación Internacional de Relaciones Públicas(2), también conocido como Código de Atenas, establece en su artículo primero que sus miembros se comprometerán al logro de las condicionespromovidas por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Profesionales formados para la mejora de las relaciones y el fomento de un diálogo social de alta calidad y transparencia no pueden sustraerse al conocimiento profundo de estos valores.
Otro cerrojo: cosmética versus cambio organizacional
Norberto Chaves(3), uno de los más prestigiosos e influyentes expertos en identificación institucional e imagen, es un arquitecto y semiólogo argentino radicado desde hace treinta años en Barcelona. Sus libros suelen ser lectura obligatoria en las carreras de diseño y comunicación, y sus conferencias concitan gran atracción.
Jorge Etkin(4), también argentino, director de la carrera de administración de la Universidad de Buenos Aires y consultor de las Naciones Unidas en asuntos de organización y burocracia, goza asimismo de gran prestigio y sus opiniones, fuertemente críticas y transgresoras respecto de los argumentos dominantes, son eje de grandes debates.
Lo que resulta especialmente interesante, casi provocador a los efectos de este artículo, es el punto de convergencia de estos dos autores. Chaves ha escrito el prólogo el libro de Etkin La doble moral de las organizaciones, un extenso tratado sobre la perversión de los sistemas institucionales, tanto privados como públicos.
Escribe Chaves: “cabe aquí aludir a la fuerza liberadora de la palabra. A la presencia de lo perverso en el dominio de lo lingüístico. Lo perverso, al ser nombrado, puede ser asido por la inteligencia y contenido por la razón ética. Y dominar verbalmente lo perverso es asignarle un lugar y, por lo tanto, reservar un lugar para lo otro, para la transparencia y la libertad”.
La palabra - resumimos nosotros – es nuestro poder para discriminar lo bueno de lo malo, nombrándolo y describiéndolo.
El maestro Chaves no ha perdido clientes en su quehacer profesional por sostener abiertamente estas ideas. Ha ganado respeto y ha sido convocado para proyectos no convencionales.
Es necesario entonces restablecer algunos ejes del trabajo profesional del experto en comunicación que, durante vértigo de las dos últimas décadas del siglo XX, quedaron en cierto modo relegados a un plano menos que declarativo.
Uno de esos ejes es que la intervención en el desarrollo de una imagen corporativa es radical o no es. La imagen externa sólo puede ser el resultado de la suma de todos los comportamientos internos de la organización. Si la organización no cambia, su imagen no cambiará, a pesar de que se modifiquen algunos de sus atributos físicos, como color, diseño, despliegue visual y espacial, vestimenta y mobiliario.
Otro de esos ejes es que no podemos llamar comunicación institucional a la construcción de argumentos dirigidos a encubrir o justificar políticas indefendibles. Ni mucho menos al doble discurso de aquellas compañías que, al tiempo que invierten ingentes sumas en campañas de recordación de marca, producen despidos por millares. Para tales maniobras de manipulación pública no se necesitan profesionales graduados sino estrategas de la mentira.
Un tercer eje es que nuestro trabajo no es hacer lo que el cliente quiere, sino lograr que el cliente quiera hacer lo que tanto a él como a sus públicos les resulta más útil. Y ayudarle a recordar que uno de sus públicos – el primero de todos, en realidad – son sus propios empleados. Tenemos, entonces, al menos tres líneas convergentes – hay muchas más - en los procesos de intervención.
1. Trabajo en profundidad, en el que usamos la palabra, el discurso, como herramienta diagnóstica y para ir construyendo, pari passu, acuerdos de sentido dentro de la organización.
2. Perspectiva ética, para hacer comprender que sólo las grandes ideas tienen grandes impactos, que no se trata de ser grandes comunicadores sino de comunicar grandes cosas, durables y verdaderas. Y el ejercicio de una incumbencia algo olvidada: la auditoría de calidad social, con la consecuente promoción de accountability, responsabilidad para la rendición de cuentas(5).
3. Pedagogía y conducción del proceso, esto es, actuamos más como el médico que prescribe que como el abastecedor que provee a demanda; nuestro trabajo se basa en la autoridad y la responsabilidad profesional, no en la complacencia.
Decirlo es sencillo, ponerlo en práctica puede llevarnos a grandes confrontaciones. Las organizaciones se muestran resistentes, autistas, impenetrables al cambio, voraces, cortoplacistas, proclives al pánico o a la fuga, buscando a cualquier costo algún islote en el naufragio de la globalización financiera. Perdieron el ímpetu de crecer y sólo piensan en salvarse. Los cambios de mano de los paquetes accionaros y de las estructuras gerenciales son casi tan rápidos y volátiles como las transferencias financieras electrónicas. Hombres sin nombre ni rostro toman las decisiones en oficinas inaccesibles. No sabemos quiénes son nuestros clientes.
Otra vez, la respuesta académica
Nuestra encrucijada, en este caso, pasa por determinar si hay un camino transitable que acerque en proyectos comunes a la universidad, como productora de conocimiento,
y a los usuarios, en este caso empresas, instituciones y organizaciones privadas y públicas.
Un camino que sea, por cierto, innovador respecto de las acostumbradas presentaciones que agencias y anunciantes realizan periódicamente ante los estudiantes en los auditorios de las facultades. No porque este ejercicio sea prescindible, sino porque resulta insuficiente para la construcción de nuevos paradigmas, más allá de las ventajas de conocer casos prácticos.
En este caso creemos también que las facultades pueden ser laboratorios de creación, especialmente de puesta en valor de la comunicación organizacional como herramienta para una reingeniería de los sistemas de decisión y gestión. En esos espacios de debate la apertura hacia la crítica suele ser mayor, más flexible – no hay público externo que nos juzgue -, y es más fácil exhibir los fracasos o relativizar los éxitos de muchas campañas, así como analizar con mirada estratégica los resultados a largo plazo.
El vínculo entre la universidad y los futuros clientes de los futuros graduados no puede limitarse al intercambio pasivo de información ni a la generación de pasantías o patrocinios, tareas que deben proseguir pero que, por sí mismas, no generan saltos de calidad.
Un joven consultor, o un joven profesional de la gerencia media, tienen con su cliente o empleador una relación de excesiva asimetría, que los inhibe de confrontar abiertamente contra las resistencias y los dobles discursos de las organizaciones. La universidad, en cambio, puede pararse ante las organizaciones como un par, y desde ese lugar manifestar con todo el rigor necesario las diferencias entre lo cosmético y lo transformador, entre lo ornamental y lo funcional. La universidad, en diálogo con los clientes, puede señalarles los desvíos y despilfarros de recursos, las contradicciones y los circuitos perversos, en un tono crítico abierto con el que muy pocos profesionales, en forma individual, pueden hacerse escuchar.
A nuestro a entender, esto que proponemos puede ser también resistido como una audacia o una quimera, pero sostenemos que hay más riesgo en no hacerlo que en hacerlo. El riesgo de hacerlo puede ser, en el peor de los casos, agriar la relación con algún usuario. El de no hacerlo, en cambio, es que nuestra disciplina se quede completamente sin usuarios; para hacer las cosas mal, nadie nos necesita.
Del pesimismo de la razón...
Al optimismo de la voluntad. Recordamos a Román Rolland, citado y reformulado a su vez por Antonio Gramsci, en este concepto que reúne en una contradicción dinámica a dos nociones opuestas pero complementarias.
Es conveniente tener una mirada severa sobre el presente para bosquejar una mirada esperanzada sobre el futuro, en la medida en que de la conformidad y el quietismo no surgen cambios, no surgen sueños, no se concitan aventuras.
Cuanto más duro e incisivo sea nuestro diagnóstico sobre los cerrojos del conocimiento, más atentas y certeras van a resultar las búsquedas de las aperturas, y más correctas y decisivas nuestras elecciones en las encrucijadas.
Desde el primer día de clase, deberíamos ayudar a nuestros estudiantes a tomar conciencia de que conocer y enamorarse son procesos análogos. Que no hay conocimiento sin pasión.
Y que no hay pasión sin compasión.
Notas
1 Breton, Philippe. (2000) La utopía de la comunicación,
el mito de la aldea global. Buenos Aires: Nueva Visión.
2 Ipra, Code of Ethics. Redactado por Lucien Matrat.
Asamblea General de Atenas, 12 de mayo1965.
3 Chaves, Norberto. (1994) La imagen corporativa. Teoría
y metodología de la identificación institucional.
México: G. Gili.
4 Etkin, Jorge. (1993) La doble moral de las organizaciones.
Los sistemas perversos y la corrupción generalizada.
Madrid: McGraw Hill.
5 Vilanova, Marc; Lozano, Josep María y Dinares, Marta.
(2006). Comunicación y reporting en el área de la
Responsabilidad Social Empresaria, ESADE Business
School, España.
Universidad de Palermo, Buenos Aires, Argentina.
Año IX. Vol. 9
ISSN 1668-1673
En busca de las claves y las señales
por Edgardo G. Abramovich
Por creer que las palabras son cosas y no están cargadas
de sentimiento… decimos cosas que no significan
nada... Deberíamos hablar como Shakespeare. Enseñarlo
en las escuelas... Si nos enseñaran a sentir no seríamos
tan violentos...
Comentario de un mendigo a la cámara de
Al Pacino, en el Central Park de Nueva York,
durante el rodaje de En busca de Ricardo III.
El invierno de nuestro descontento
La comunicación no está de parabienes. Contrariando los augurios – y la pereza conceptual – de quienes pregonaban olas de futuro promisorio y ascendente, la llamada sociedad de la información no llegó a constituirse en sociedad del conocimiento y, si bien el conocimiento es hoy un capital económico tanto o más sólido que los recursos naturales y la capacidad de manufactura, su control es aún más monopólico y su acceso cada vez más restringido.
A pesar de ello, la comunicación sigue siendo la más humana de las herramientas, la más transversal y multívoca de las conexiones, el recurso – al menos potencialmente – más distribuido y el de más rápido acceso. En la crisis, la comunicación es oportunidad y desafío.
Justamente por estos rasgos privilegiados, el estudio, el ejercicio y la reflexión autocrítica de la comunicación como profesión – en los medios, las instituciones y las organizaciones – se perciben hoy como demandas más severas, como exigencias impostergables.
En un mundo fragmentado, plagado de argumentaciones falaces para explicar lo injustificable, sobrecargado de recursos tecnológicos que aíslan a los individuos en lugar de integrarlos en proyectos colectivos, saturado de velocidad y vínculos efímeros, sumido en un grado endémico de desigualdad y exclusión social, privado de ciudadanía y con los derechos degradados a niveles que no conocen precedente, el arte de comunicar eficazmente enfrenta problemas nuevos, originales. Entre ellos, el de revisarse a sí mismo como oficio; sus métodos, sus recursos, sus parámetros éticos, su anclaje transdisciplinario, sus marcos teóricos, su rol como un agente de
cambio social y cultural.
Los cerrojos que mencionamos en el título son aquellos núcleos, impenetrables en apariencia, cuya rigidez obstruye el avance de la comunicación como herramienta de cambio, tanto en el aprendizaje como en su aplicación real y efectiva. Las encrucijadas, a su vez, constituyen los puntos y momentos de decisión para asumir saltos de calidad, cambios de paradigma, elección razonada de los caminos que nos permitirán salir del estancamiento.
Philippe Breton (1)nos advierte sobre el riesgo de convertir a la comunicación en una palabra que no quiere decir nada, “un coloso terminológico con pies de arcilla”.
En este borrador de agenda propositiva esbozamos algunas líneas de reflexión para que, desde el ámbito académico, empecemos a conjurar ese riesgo. A encontrar las llaves que abren los cerrojos y las señales que descifran las encrucijadas.
La indigencia lingüística
El primero de los cerrojos es bastante más complejo que la evidente pérdida de vocabulario y de capacidad expresiva que hoy afecta a la mayoría de los estudiantes y se extiende a graduados y poseedores de postítulos y maestrías.
Quienes no hablan bien, no pueden pensar bien ni comunicar bien. Y tienen limitada, también, su aptitud de comprender, porque la que está vulnerada, junto con el lenguaje, es la capacidad de relato. Esa condición natural del humano – bio-psico-social – como un ser capaz de articular una historia con tiempos –antes, durante y después -, y con actores – sujeto y objeto -, ese privilegio de la especie que garantiza su libre albedrío, se desarrolla aún antes del aprendizaje de la escritura y se manifiesta en la musicalidad del relato, claro y ordenado, que cualquier niño que concurre al jardín de infantes puede hacer de un episodio cotidiano.
La capacidad de narrar anticipa la de construir una visión del mundo, un imaginario de los deseos colectivos y la suma de las representaciones que van configurando los pactos de convivencia. El mundo humano, a diferencia del natural, es un hábitat de significados. La pérdida del relato, el sacrificio del habla en aras de la imagen, la onomatopeya, el acrónimo o la gesticulación, constituye un envilecimiento mucho más grave que un conjunto de malos hábitos: es pérdida de identidad y soberanía personal, degradación de la condición de sujeto para sumarse a una difusa maraña de objetos que no significan; tan sólo se usan o desechan.
Técnicamente, el punto de partida – pero no el de llegada, hacemos la advertencia – para considerar el problema cae en la categoría de aquellas cosas que, de tan obvias, no se tienen en cuenta: quién no sabe leer tampoco sabe escribir.
¿Qué significa, para alguien que ha cursado al menos estudios secundarios, no saber leer? Significa mucho: Legiones de aspirantes que son reprobados en los exámenes de ingreso a las universidades por fallar en la comprensión de textos. Conductores de radio y TV que no pueden decir una oración entera, completa, de una sintaxis simple. Dirigentes que no pueden articular un discurso que represente una idea asible. Textos publicitarios llenos de palabras inconexas – especialmente verbos en su modo imperativo, como “vení, subite, gozá, desafiá los límites”, etc. – con las cuales no es posible narrar nada. Preguntas de respuesta imposible; respuestas que revelan incomprensión de la pregunta.
Es un nuevo tipo de analfabetismo funcional.
Conocíamos dos: uno cuantitativo y estadístico, que sumaba como semi analfabetos o analfabetos funcionales a aquéllos que no habían terminado la escuela primaria o elemental. Tratándose de un dato demográfico y no de una caracterización particular, no importaba para la estadística si quien había abandonado la escuela era un escritor notable o si, al revés, el que había alcanzado estudios superiores podía a duras penas preparar un informe de una carilla. El otro tipo, de cuño cualitativo, definía al semi analfabeto como aquél que se revelaba incapaz de narrar por escrito un hecho banal de su vida cotidiana; hasta hace unos treinta años, las personas con tales limitaciones se encontraban predominantemente en los niveles socioeconómicos urbanos más bajos.
Lo de urbanos no es un preciosismo retórico: entre los trabajadores rurales y muchos otros de oficios manuales, con escasa o nula instrucción formal, el habla cotidiana conserva una estructura narrativa precisa, elegante e incontaminada. Para estos hombres y mujeres, el relato, la fuerza expresiva del relato, constituye un arma de supervivencia individual y grupal; sin relato no hay memoria, no hay historia y no hay aprendizaje. Este fue – y sigue siendo – el grupo de quienes, sin saber escribir, hablan naturalmente mejor que muchos eruditos.
El tercer tipo de analfabetos funcionales es más complejo, conserva del segundo tipo la escasa o nula destreza para narrar – y para exponer – pero manipula un caudal mucho mayor de información. La manipula, la trafica, no necesariamente la entiende, pero en general cree que sí. Y aquí reside la singularidad del nuevo semi analfabeto: no es consciente de sus limitaciones ni de sus debilidades y carece de referencias de comparación.
A diferencia de los primeros dos tipos, al tercero lo detectamos en los sectores medios y medio altos, en las universidades y hasta en los posgrados. En cargos gerenciales o directivos en las empresas. No lo encontramos aislado en una tarea monótona o burocrática, sino navegando a través de las más diversas actividades, agregándose a grupos y tribus urbanas que se entremezclan y se potencian.
Lo observamos, sobre todo, reforzado y ratificado por el espejo de los medios de masa, que replica la misma imagen de pobreza expresiva, la misma falta de elaboración de las noticias y los argumentos: el discurso – en su sentido de curso o camino – ha desaparecido del espacio público, donde sólo quedan afirmaciones e intuiciones mayormente incompletas, yuxtapuestas e inconexas.
Se ha constituido una suerte de ecosistema cultural veloz, incandescente y trivial en el que la palabra es sólo sonido, sólo objeto.
Con acierto, los especialistas prefieren ya no hablar de analfabetismo – término que remite a mediciones demasiado estáticas – sino de indigencia lingüística. Aún cuando no todos se han puesto de acuerdo en el alcance y significado de este concepto, resulta útil para describir un problema que excede, con mucho, a la estrechez de la prosa, y remite a la estrechez de la mente.
La respuesta académica
La primera pregunta, en esta línea de reflexión, parece ser qué dirección debe tomar la universidad en la reconstrucción del relato perdido. Perdido en su forma explícita de prosa discursiva o literaria, pero extraviado también en su esencia implícita de representación, de visión del mundo. De algún modo, el pregonado “fin de la ideología” no hizo sino crear una nueva ideología, de predominio muscular, en la que las palabras sobran por innecesarias o superfluas.
La encrucijada ofrece caminos de final incierto y alto riesgo. La universidad no puede por sí sola desandar el trayecto de sucesivas pérdidas que el estudiante ha recorrido en las etapas formativas anteriores. Especialmente para las universidades privadas, los filtros al ingreso o los clásicos cursos de nivelación obligatoria podrían ser ruinosos y disparar una competencia destructiva para capturar a los aspirantes menos dispuestos al esfuerzo.
En el caso particular de las facultades e institutos dedicados a la enseñanza de las comunicaciones organizacionales o sociales, el problema conlleva un costo agregado: si es grave que un estudiante universitario no sepa hablar, leer y escribir correctamente, es gravísimo cuando se trata de un estudiante de comunicación.
Sin embargo, es posible que en este serio desafío aparezca la oportunidad ¿Pueden las facultades de comunicación constituirse en laboratorios en los que se investigue la indigencia lingüística, se elaboren los antídotos y se formen quienes estarán en la primera línea de lucha contra esta pandemia? No nos atrevemos a responder de modo categórico, pero sí a proponer la pregunta como problema. Un problema, a diferencia de un dilema, tiene soluciones si se lo formula adecuadamente, si se lo ordena y se descomponen sus partes. Las encrucijadas son, casi por definición, problemáticas y no dilemáticas: uno o más de los caminos que se cruzan es transitable – y conducente - a partir de cierto punto.
Y son varios los caminos posibles a tomar sin alterar radicalmente el currículum. Exigir a cada docente – sin importar cuan “técnica” sea su asignatura – que incluya siempre en sus evaluaciones la destreza expresiva y redaccional del estudiante. Agregar talleres de recuperación de la habilidad lingüística. Incorporar, primero con carácter de optativas, materias que promuevan el interés por el arte, la literatura, el cine, los estudios sociales y el contacto con culturas diferentes. La sensibilización como vía de comprensión de la diversidad.
Que un estudiante transite veloz y tangencialmente por las sinopsis de las diferentes teorías de la comunicación, de Jacobson a Chomsky, de Morris a Eco, de Saussure a Verón, para después expurgar esos datos en las mesas de examen sin apropiarse de ninguna sustancia residual no es, lo sabemos, aprendizaje. En el mejor de los casos es bulimia bibliográfica. Y en el más probable, una impostura intelectual.
Quien no sabe disfrutar de la lectura en general no aprovecha en ningún caso la lectura particular de los grandes clásicos de la especialidad. Esos clásicos supieron escribir sus trabajos iluminadores porque antes – o durante – pudieron gozar de otros como Shakespeare, Cervantes, Borges o Carpentier.
En la práctica profesional del comunicador institucional, del redactor publicitario o del relacionista público se advierte de inmediato la diferencia entre el que domina la magia de la lengua y el que sólo manipula algunos limitados recursos de efecto.
Por otra parte, sería interesante considerar que los trabajos de campo adquieran progresivamente el carácter de aprendizaje servicio: experimentar no solamente con grandes o pequeñas empresas, sino probarse también en el trabajo solidario – ciertamente más áspero y disparador de la innovación – con organizaciones de la sociedad civil, centros de investigación e incluso otras unidades académicas, otras carreras, para integrar la actitud transdisciplinaria desde temprano.
Un eje prioritario – que lo es también para muchas otras carreras, pero que adquiere especial relevancia en el caso de los profesionales en comunicación – es el de promover la formación de auténticos generalistas, que entiendan y ejerzan la comunicación no como una ciencia autónoma – no lo es - sino como un arte conectivo que entreteje vínculos en los intersticios de todas las otras disciplinas.
Finalmente, consideramos que en algún punto de las carreras será necesario incorporar el estudio de los derechos humanos. Explícitamente, el Código de Conducta de la Asociación Internacional de Relaciones Públicas(2), también conocido como Código de Atenas, establece en su artículo primero que sus miembros se comprometerán al logro de las condicionespromovidas por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Profesionales formados para la mejora de las relaciones y el fomento de un diálogo social de alta calidad y transparencia no pueden sustraerse al conocimiento profundo de estos valores.
Otro cerrojo: cosmética versus cambio organizacional
Norberto Chaves(3), uno de los más prestigiosos e influyentes expertos en identificación institucional e imagen, es un arquitecto y semiólogo argentino radicado desde hace treinta años en Barcelona. Sus libros suelen ser lectura obligatoria en las carreras de diseño y comunicación, y sus conferencias concitan gran atracción.
Jorge Etkin(4), también argentino, director de la carrera de administración de la Universidad de Buenos Aires y consultor de las Naciones Unidas en asuntos de organización y burocracia, goza asimismo de gran prestigio y sus opiniones, fuertemente críticas y transgresoras respecto de los argumentos dominantes, son eje de grandes debates.
Lo que resulta especialmente interesante, casi provocador a los efectos de este artículo, es el punto de convergencia de estos dos autores. Chaves ha escrito el prólogo el libro de Etkin La doble moral de las organizaciones, un extenso tratado sobre la perversión de los sistemas institucionales, tanto privados como públicos.
Escribe Chaves: “cabe aquí aludir a la fuerza liberadora de la palabra. A la presencia de lo perverso en el dominio de lo lingüístico. Lo perverso, al ser nombrado, puede ser asido por la inteligencia y contenido por la razón ética. Y dominar verbalmente lo perverso es asignarle un lugar y, por lo tanto, reservar un lugar para lo otro, para la transparencia y la libertad”.
La palabra - resumimos nosotros – es nuestro poder para discriminar lo bueno de lo malo, nombrándolo y describiéndolo.
El maestro Chaves no ha perdido clientes en su quehacer profesional por sostener abiertamente estas ideas. Ha ganado respeto y ha sido convocado para proyectos no convencionales.
Es necesario entonces restablecer algunos ejes del trabajo profesional del experto en comunicación que, durante vértigo de las dos últimas décadas del siglo XX, quedaron en cierto modo relegados a un plano menos que declarativo.
Uno de esos ejes es que la intervención en el desarrollo de una imagen corporativa es radical o no es. La imagen externa sólo puede ser el resultado de la suma de todos los comportamientos internos de la organización. Si la organización no cambia, su imagen no cambiará, a pesar de que se modifiquen algunos de sus atributos físicos, como color, diseño, despliegue visual y espacial, vestimenta y mobiliario.
Otro de esos ejes es que no podemos llamar comunicación institucional a la construcción de argumentos dirigidos a encubrir o justificar políticas indefendibles. Ni mucho menos al doble discurso de aquellas compañías que, al tiempo que invierten ingentes sumas en campañas de recordación de marca, producen despidos por millares. Para tales maniobras de manipulación pública no se necesitan profesionales graduados sino estrategas de la mentira.
Un tercer eje es que nuestro trabajo no es hacer lo que el cliente quiere, sino lograr que el cliente quiera hacer lo que tanto a él como a sus públicos les resulta más útil. Y ayudarle a recordar que uno de sus públicos – el primero de todos, en realidad – son sus propios empleados. Tenemos, entonces, al menos tres líneas convergentes – hay muchas más - en los procesos de intervención.
1. Trabajo en profundidad, en el que usamos la palabra, el discurso, como herramienta diagnóstica y para ir construyendo, pari passu, acuerdos de sentido dentro de la organización.
2. Perspectiva ética, para hacer comprender que sólo las grandes ideas tienen grandes impactos, que no se trata de ser grandes comunicadores sino de comunicar grandes cosas, durables y verdaderas. Y el ejercicio de una incumbencia algo olvidada: la auditoría de calidad social, con la consecuente promoción de accountability, responsabilidad para la rendición de cuentas(5).
3. Pedagogía y conducción del proceso, esto es, actuamos más como el médico que prescribe que como el abastecedor que provee a demanda; nuestro trabajo se basa en la autoridad y la responsabilidad profesional, no en la complacencia.
Decirlo es sencillo, ponerlo en práctica puede llevarnos a grandes confrontaciones. Las organizaciones se muestran resistentes, autistas, impenetrables al cambio, voraces, cortoplacistas, proclives al pánico o a la fuga, buscando a cualquier costo algún islote en el naufragio de la globalización financiera. Perdieron el ímpetu de crecer y sólo piensan en salvarse. Los cambios de mano de los paquetes accionaros y de las estructuras gerenciales son casi tan rápidos y volátiles como las transferencias financieras electrónicas. Hombres sin nombre ni rostro toman las decisiones en oficinas inaccesibles. No sabemos quiénes son nuestros clientes.
Otra vez, la respuesta académica
Nuestra encrucijada, en este caso, pasa por determinar si hay un camino transitable que acerque en proyectos comunes a la universidad, como productora de conocimiento,
y a los usuarios, en este caso empresas, instituciones y organizaciones privadas y públicas.
Un camino que sea, por cierto, innovador respecto de las acostumbradas presentaciones que agencias y anunciantes realizan periódicamente ante los estudiantes en los auditorios de las facultades. No porque este ejercicio sea prescindible, sino porque resulta insuficiente para la construcción de nuevos paradigmas, más allá de las ventajas de conocer casos prácticos.
En este caso creemos también que las facultades pueden ser laboratorios de creación, especialmente de puesta en valor de la comunicación organizacional como herramienta para una reingeniería de los sistemas de decisión y gestión. En esos espacios de debate la apertura hacia la crítica suele ser mayor, más flexible – no hay público externo que nos juzgue -, y es más fácil exhibir los fracasos o relativizar los éxitos de muchas campañas, así como analizar con mirada estratégica los resultados a largo plazo.
El vínculo entre la universidad y los futuros clientes de los futuros graduados no puede limitarse al intercambio pasivo de información ni a la generación de pasantías o patrocinios, tareas que deben proseguir pero que, por sí mismas, no generan saltos de calidad.
Un joven consultor, o un joven profesional de la gerencia media, tienen con su cliente o empleador una relación de excesiva asimetría, que los inhibe de confrontar abiertamente contra las resistencias y los dobles discursos de las organizaciones. La universidad, en cambio, puede pararse ante las organizaciones como un par, y desde ese lugar manifestar con todo el rigor necesario las diferencias entre lo cosmético y lo transformador, entre lo ornamental y lo funcional. La universidad, en diálogo con los clientes, puede señalarles los desvíos y despilfarros de recursos, las contradicciones y los circuitos perversos, en un tono crítico abierto con el que muy pocos profesionales, en forma individual, pueden hacerse escuchar.
A nuestro a entender, esto que proponemos puede ser también resistido como una audacia o una quimera, pero sostenemos que hay más riesgo en no hacerlo que en hacerlo. El riesgo de hacerlo puede ser, en el peor de los casos, agriar la relación con algún usuario. El de no hacerlo, en cambio, es que nuestra disciplina se quede completamente sin usuarios; para hacer las cosas mal, nadie nos necesita.
Del pesimismo de la razón...
Al optimismo de la voluntad. Recordamos a Román Rolland, citado y reformulado a su vez por Antonio Gramsci, en este concepto que reúne en una contradicción dinámica a dos nociones opuestas pero complementarias.
Es conveniente tener una mirada severa sobre el presente para bosquejar una mirada esperanzada sobre el futuro, en la medida en que de la conformidad y el quietismo no surgen cambios, no surgen sueños, no se concitan aventuras.
Cuanto más duro e incisivo sea nuestro diagnóstico sobre los cerrojos del conocimiento, más atentas y certeras van a resultar las búsquedas de las aperturas, y más correctas y decisivas nuestras elecciones en las encrucijadas.
Desde el primer día de clase, deberíamos ayudar a nuestros estudiantes a tomar conciencia de que conocer y enamorarse son procesos análogos. Que no hay conocimiento sin pasión.
Y que no hay pasión sin compasión.
Notas
1 Breton, Philippe. (2000) La utopía de la comunicación,
el mito de la aldea global. Buenos Aires: Nueva Visión.
2 Ipra, Code of Ethics. Redactado por Lucien Matrat.
Asamblea General de Atenas, 12 de mayo1965.
3 Chaves, Norberto. (1994) La imagen corporativa. Teoría
y metodología de la identificación institucional.
México: G. Gili.
4 Etkin, Jorge. (1993) La doble moral de las organizaciones.
Los sistemas perversos y la corrupción generalizada.
Madrid: McGraw Hill.
5 Vilanova, Marc; Lozano, Josep María y Dinares, Marta.
(2006). Comunicación y reporting en el área de la
Responsabilidad Social Empresaria, ESADE Business
School, España.
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