Carta 2 a Beatriz P.O.

Estimada Bruja de los Blancos:

Una vez más, usted tenía razón. Usted ponía la puntería en las cosas verdaderas y yo en las miserabilidades cotidianas. Sin embargo, todo diálogo inteligente, aún con sus malentendidos, es un aprendizaje.

Me honra que comparta conmigo, generosamente, sus búsquedas y estímulos, y que lo haga sin anestesia.

Es por eso que me quedó una espina que quiero desclavar. Podrá ser conceptualmente ocioso, pero es higiénico para el espíritu. Sospecho que cuando yo afirmo que no soy escritor usted podría pensar que estoy "fishing for compliments", como buscando confirmaciones narcisísticas externas, o coartadas para mi pereza.

Créame que no es nada de eso. Sé bien que como periodista he manejado una buena prosa, alguna vez envidiada, y de la cual muchos han tomado y aprendido. Sé también que como escribidor político he recibido honrados y valiosos halagos por mi destreza.

También sé que, si algo puede imputarse a mi melancolía y mis vacilaciones, así como a la pereza, es no haber producido lo suficiente en esos campos de la comunicación escrita. Por último, puedo envanecerme un poco de mi capacidad de labrar cierta poesía en prosa en aquello que comparto con quienes amo y - a veces - también con quienes desprecio, como muestras de ingenioso desdén. Hasta ahí, no caigo en el pecado capital de la modestia - seguramente más condenable que otros bastante benignos, como la gula y la lujuria, por decir- ; antes bien, tales habilidades son el capital invisible de mi orgullo.

Simplemente, tengo la convicción de que la literatura, la escritura de arte, la escritura que crea realidades y que, aún haciéndose colectiva a través del libro, llega a cada cabeza y cada corazón de un modo singular e intransferible - no como la noticia o el discurso, que son siempre bienes públicos carentes de emoción íntima -, tengo, digo, la certeza de que el arte de contar y el de cantar - el de la novela y el de la poesía - requiere de talentos e inspiraciones que no me fueron dados.

Le contaré. De chico yo garabateaba poesía. Me publicaron algo de esa poesía. Gané un premio menor con esa poesía. Y mis cuentos breves vagamente poéticos y solapadamente tanáticos, qué decir, producían derretimientos en las entrepiernas de algunas señoras, en especial señoras de otros. Pero sucede que, hasta allí, yo no había leído lo suficiente. Por ejemplo, escribía en el estilo de Prevert, y los lectores de ambos sexos que no habían leído mas allá de Prevert - ni más acá - se deshacían en halagos hacia ese cachorro que tejía guirnaldas de palabras.

Hasta que - ¿se acuerda de la fábula del oso bailarín, la mona y el cerdo? - un día apareció la mona sabia y dijo: Hmmm, tendrías que ponerte a leer. Y así lo hice: ante mis ojos se desplegaron Poe, Baudelaire, Thomas, Quasimodo, Ezra Pound, Breton, Borges, Yeats, Rilke, Tagore, Neruda, los sonetos de Shakespeare, Valle Inclán, Emily Dickinson, Quevedo... todos, todo. Y yo dije, ah, de esto se trata; lo mío, entonces, es el ensayo.

Mi musa - pensé - no es Érato, la de la poesía amorosa, ni Melpómene, la de la tragedia, ni tampoco Calíope, protectora de las odas y el canto épico. Es, en todo caso, Clío, la cronista, la protectora de la historia. Bueno, no lo pensé en términos tan eruditos, pero sé que usted me permite la licencia.

Dejé de escribir poesía. Corrijo; dejé la impostura de pretenderme poeta.

¿Narrador, cuentista? Ah, ahí seguramente mi problema es la vanidad.

Yo puedo bailar en casa, bailar en una fiesta de amigos, bailar con mi amada o con una amante fugaz. Pero si he de bailar arriba de un escenario, quiero bailar como Baryshnikov.

He disfrutado tanto, pero tanto, leyendo a tantos narradores extraordinarios, que su genio constituye para mí un canon. ¿Puedo construir un relato que tenga una mínima parte de la fuerza expresiva, no digo ya de La prima Bette de Balzac, o El reino de este mundo de Carpentier, sino algo tal vez más asequible, como cualquiera de los maravillosos fragmentos de El naranjo, de Carlos Fuentes, o la inimitable Glosa, del turco Saer? Me temo que no.

No debería importarme, lo sé. Pero siento que en el arte no se pueden tener objetivos modestos. Se puede tener una casa modesta, un auto modesto y un traje modesto, comer en bodegones modestos y vacacionar en playas austeras. Pero, en el arte, "¿para qué agregar a la serie infinita un símbolo más?" (JLB, El Golem).

¿Logro hacerme entender? Espero que sí. Ojo, no espero que me justifique, que me perdone, ni que me ahorre el regaño que seguramente merezco. Pero quiero insistir en que mis talentos de escritura no le atan los cordones a los suyos, que advierto y presiento a través de sus textos. Escriba y publique usted, que sabe hacerlo, y déjeme a mí la crónica y la sátira. Pero, por favor, deme tiempo para que primero pare mi olla, me deshaga de mis deudas y otras urgencias. Y si conoce una fórmula para hacer ambas cosas al mismo tiempo, dígamela; cuenta con mi solemne compromiso de prestarle mucha sincera atención.

By the way, hace tiempo que tengo un proyecto in pectore, y hasta ciertos borradores: Un estudio sociológico de la pelotudez. Una tesis sobre lo que provisoriamente llamo "imbecilidad social", para la que he imaginado el título "La impronta del palurdo", que he descartado por petulante.

Ja, en estos momentos me acuerdo de una las célebres frases que se atribuyen a Samuel Goldwyn, el tipo más bruto de Hollywood, una especie de versión original y californiana de nuestro Leonardo Barujel. Dicen que dijo: "esta mañana tuve una idea monumental, pero no me gustó".

Le cedo la palabra, maestra.

1 comentario:

Mónica Büchler dijo...
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