El homicidio de un joven vendedor de viajes estudiantiles a manos de otro de una empresa rival, más que un episodio policial, aparece como la trágica materialización de una metáfora mercantil, en la que la competencia es una guerra de exterminio y la conservación del empleo una lucha salvaje por la supervivencia
Un adolescente mayor mató con un cuchillo de cocina a un coetáneo con el que disputaba el control de una zona de consumidores, también adolescentes aunque algo más jóvenes.
Hasta donde se sabe, ni los clientes en disputa son adictos, como no es droga la mercancía ofrecida ni eran dealers el agresor y su víctima. De haber sido así, la banalización de la violencia urbana se habría digerido la historia sin estridencia. Pero como nuestra lectura del horror es equívoca, no es la muerte de un chico lo que nos espanta sino la materia de la disputa; el escenario del homicidio produce más repulsión que el crimen mismo.
Vemos como natural que dos distribuidores de droga se maten entre sí, pero que lo hagan dos honrados vendedores de programas de viaje para egresados nos patea en la boca del estómago. Rápidamente buscaremos la explicación en la psicopatología del victimario, en su íntimo y privado infierno, escindido de todo contexto, de toda culpa que pudiera recaer en el sistema de relaciones y códigos compartidos entre el homicida, el muerto y su entorno.
En el proceso judicial habrá de privar, por cierto, este eje individual de la conducta, y es bueno que así ocurra, porque la civilización se ha organizado en torno del reconocimiento del libre albedrío; ninguna responsabilidad personal puede ser licuada por determinantes genéricos, salvo cuando una coerción externa impida el ejercicio de la voluntad o del discernimiento.
Pero sería una grave negligencia archivar el incidente junto con su sentencia judicial. Como, del mismo modo, sería torpe o, al menos, ingenuo intentar alguna interpretación social de bolsillo; imaginar, por ejemplo, que la violencia instalada en grupos más vulnerables súbitamente cruza la barrera socio económica y estalla en un lugar impropio.
La batalla de la competencia comercial no consume, en realidad, una violencia importada desde ámbitos ajenos, sino una propia, que tiene metáforas bélicas intrínsecas y un discurso canibalístico original. Los vendedores a comisión son soldados de una tropa enviada a “matar o morir”, a no volver a la oficina sin la orden de compra “cueste lo que cueste”. “Palo y a la bolsa”, “no tomen prisioneros”, “derriben la fortaleza”, “incendien la ciudadela”, “tomen la colina” les ordenan los “cuadros” –gerentes, jefes y supervisores – a sus jóvenes reclutas, en el encuadre de un contrato precario que se renueva cada mañana con los partes de batalla de la jornada anterior.
“No le ponemos a nadie un revólver en la cabeza para que compre”, me dijo una vez el gerente de ventas de una empresa que había firmado un acuerdo de afinidad con la compañía para la que yo trabajaba. Fue su respuesta a mi queja por reiterados malos tratos a los que habían sido sometidos mis clientes por parte de sus vendedores.
Le respondí que esta metáfora, además de resultarme desagradable, era una involuntaria confesión; este gerente estaba admitiendo, sin advertirlo, una coerción sobre los clientes tan violenta que sólo un revólver en la cabeza podría superarla.
Tiempo después me escandalizó oír la misma respuesta de un supervisor de una compañía de teléfonos celulares a una cliente que alegaba sentirse engañada por el promotor.
En algún lugar hay una escuela de marketing que incita a matar. Es cierto que sólo los verdaderos homicidas materializan la metáfora. Es cierto que las armas no se disparan solas, pero no es menos cierto que nadie dispara un arma que no posee.
La muerte real de un muchacho de 20 años y la muerte virtual de su asesino de 22 no es el súbito quiebre de una lógica sana y pacífica entre jóvenes trabajadores de clase media sino, por el contrario, la exacerbación trágica de una lógica perversa, en la que la lucha diaria por el pan, por el sueldo o por el ascenso expresa una anomia comparable con la de la horda primitiva.
Un adolescente mayor mató con un cuchillo de cocina a un coetáneo con el que disputaba el control de una zona de consumidores, también adolescentes aunque algo más jóvenes.
Hasta donde se sabe, ni los clientes en disputa son adictos, como no es droga la mercancía ofrecida ni eran dealers el agresor y su víctima. De haber sido así, la banalización de la violencia urbana se habría digerido la historia sin estridencia. Pero como nuestra lectura del horror es equívoca, no es la muerte de un chico lo que nos espanta sino la materia de la disputa; el escenario del homicidio produce más repulsión que el crimen mismo.
Vemos como natural que dos distribuidores de droga se maten entre sí, pero que lo hagan dos honrados vendedores de programas de viaje para egresados nos patea en la boca del estómago. Rápidamente buscaremos la explicación en la psicopatología del victimario, en su íntimo y privado infierno, escindido de todo contexto, de toda culpa que pudiera recaer en el sistema de relaciones y códigos compartidos entre el homicida, el muerto y su entorno.
En el proceso judicial habrá de privar, por cierto, este eje individual de la conducta, y es bueno que así ocurra, porque la civilización se ha organizado en torno del reconocimiento del libre albedrío; ninguna responsabilidad personal puede ser licuada por determinantes genéricos, salvo cuando una coerción externa impida el ejercicio de la voluntad o del discernimiento.
Pero sería una grave negligencia archivar el incidente junto con su sentencia judicial. Como, del mismo modo, sería torpe o, al menos, ingenuo intentar alguna interpretación social de bolsillo; imaginar, por ejemplo, que la violencia instalada en grupos más vulnerables súbitamente cruza la barrera socio económica y estalla en un lugar impropio.
La batalla de la competencia comercial no consume, en realidad, una violencia importada desde ámbitos ajenos, sino una propia, que tiene metáforas bélicas intrínsecas y un discurso canibalístico original. Los vendedores a comisión son soldados de una tropa enviada a “matar o morir”, a no volver a la oficina sin la orden de compra “cueste lo que cueste”. “Palo y a la bolsa”, “no tomen prisioneros”, “derriben la fortaleza”, “incendien la ciudadela”, “tomen la colina” les ordenan los “cuadros” –gerentes, jefes y supervisores – a sus jóvenes reclutas, en el encuadre de un contrato precario que se renueva cada mañana con los partes de batalla de la jornada anterior.
“No le ponemos a nadie un revólver en la cabeza para que compre”, me dijo una vez el gerente de ventas de una empresa que había firmado un acuerdo de afinidad con la compañía para la que yo trabajaba. Fue su respuesta a mi queja por reiterados malos tratos a los que habían sido sometidos mis clientes por parte de sus vendedores.
Le respondí que esta metáfora, además de resultarme desagradable, era una involuntaria confesión; este gerente estaba admitiendo, sin advertirlo, una coerción sobre los clientes tan violenta que sólo un revólver en la cabeza podría superarla.
Tiempo después me escandalizó oír la misma respuesta de un supervisor de una compañía de teléfonos celulares a una cliente que alegaba sentirse engañada por el promotor.
En algún lugar hay una escuela de marketing que incita a matar. Es cierto que sólo los verdaderos homicidas materializan la metáfora. Es cierto que las armas no se disparan solas, pero no es menos cierto que nadie dispara un arma que no posee.
La muerte real de un muchacho de 20 años y la muerte virtual de su asesino de 22 no es el súbito quiebre de una lógica sana y pacífica entre jóvenes trabajadores de clase media sino, por el contrario, la exacerbación trágica de una lógica perversa, en la que la lucha diaria por el pan, por el sueldo o por el ascenso expresa una anomia comparable con la de la horda primitiva.
Edgardo G. Abramovich
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