“Son decentes, de esa decencia que no se proclama ni se alega, que carece de otro ritual que el del esfuerzo por hacer lo correcto, cada vez y en cada lugar.
Pueden ser más o menos ruidosos, a veces distantes, de vez en cuando engreídos o incrédulos, también fervorosos y, en ocasiones, testarudos; pero, cuando pueden elegir, prefieren la candidez del que escucha sin prejuicios. La cordialidad de quien reconoce, en el otro, su autonomía y su derecho a ser diferente.
Por eso deploran el cinismo y no permiten que la sospecha gobierne sus interacciones.
Saben reírse con carcajadas paroxísticas, llorar sin pudor, abrazar como osos, mirar directo a las pupilas, contar y oír historias privadas o leyendas remotas; compartir el pan, el vino y el tabaco.
El dinero, si lo tienen, lo gastan sin codicia ni aspaviento. Si les falta, no se avergüenzan. Si lo han perdido, salen a buscarlo. En todo caso, es un asunto que inquieta, que mueve a veces a la ayuda solidaria, que provoca la invención de soluciones cuando es menester; pero nunca domina las conversaciones ni determina los vínculos.
Ellas son hermosas, son bravas, son autónomas. Y cuando los sinsabores les arrebatan, provisoriamente, uno o más de estos atributos, no tardan en salir a recuperarlos.
Ellos son galantes, osados y generosos. Y si las tormentas los tumban y los arrastran, al cabo se levantan y vuelven a ponerle el pecho a la vida.
Ellas y ellos aman de un modo infinito e incondicional.
Gozan con los textos y con las canciones. Se inclinan con reverencia ante la belleza, con admiración ante el genio y con humildad ante la sabiduría.
Bailan aunque no sepan. Cantan aunque desafinen. Nunca se cansan de aprender. Nunca dejan de enseñar.
Algunos son de siempre. Otros de ayer nomás. Muchos andaban por senderos divergentes que volvieron a cruzarse. Todos tienen de los otros algunos buenos recuerdos.
Todos atesoran la huella, nítida o difusa, de un amor remoto. O de un sopapo oportunamente aplicado al ofensor imprudente. O de una reprimenda merecida. O del papelón del siglo.
En todo lo demás, ellas y ellos son todos diferentes, todos singulares, todos inconfundibles en la personal arquitectura de sus vidas.
Pero es por este puñado de rasgos, afectos y costumbres que tienen en común que yo los reconozco como mis amigos.
Y siento que se me ha dado un privilegio que debo honrar, un regalo de la vida que reclama mi mayor gratitud, y que no estoy seguro aún de haber valorado y retribuido como se debe.
Ellas y ellos, mis amigos, son mi territorio colectivo, mi lugar en el mundo, mi patria con minúscula. Ellas y ellos, mis amigos, son mi casa grande, una casa donde a cualquier hora hay un café caliente, un abrazo, una sonrisa generosa.
Son también la red, esa que aguanta y retiene cada vez que uno – omnipotente en el triunfo o en la aflicción – cree o finge creer que está saltando al vacío.
Para ellas y ellos mi brindis, mi abrazo, mi gratitud”
Eddie Abramovich, 2005
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