La inútil y trivial polémica acerca de cuándo termina un siglo y comienza el siguiente no expresa una discusión lógica ni aritmética sino un conflicto cultural. La confrontación entre las dos posturas excede la simple aritmética para instalarse en un ámbito mucho más amplio, el de la construcción social de las representaciones que nos permiten entender el mundo.
Pero la llamada era del vacío no se caracteriza únicamente por la superficialidad del pensamiento sino también por el envilecimiento de la palabra.
Discutir cuándo empieza un siglo y cuándo termina el anterior revela, entonces, una seria dificultad del lenguaje, además de un despilfarro del tiempo propio y ajeno.
Para no ponernos innecesariamente serios, presentaremos las dos tesis calendarias de una manera sencilla:
Tesis 1, a la que llamaremos “ lógica”: El primer año del Siglo XXI es el 2001.
Demostración: El primer año del siglo I fue el 1, no el 0, porque no existió año cero. Del 1 al 100 transcurrieron 100 años, es decir, un siglo, que fue el Siglo I. El siglo II, ergo, comenzó el 1 de enero de 101. El año 100 fue el último del Siglo I. Siguiendo la suma de cien en cien, el año 2000 es el último del Siglo XX, con lo que hay que esperar hasta la medianoche del 31 de diciembre de 2000 para celebrar el fin de siglo y el comienzo del nuevo milenio.
Tesis 2, a la que llamaremos “perceptual”: El primer año del Siglo XXI –y, por extensión, del tercer milenio – es el 2000.
Demostración: No hay manera de demostrarlo apelando a la aritmética ni a la astronomía. Es un ritual, y como todo ritual está sujeto a símbolos, y los símbolos no tienen un significado “natural” o “lógico” sino uno atribuido por quienes participan de la convención. Lo determinante de este símbolo es el número, la cifra, el sonido de una representación aritmética que me dice que algo cambió: Antes decía mil novecientos y ahora digo dos mil, por lo tanto, no puedo imaginar, cuando el nombre es distinto. que estoy en el mismo lugar.
Ahora, nuestra opinión:
La tesis 1 es aburridamente correcta, lógicamente inapelable... y culturalmente falsa.
La tesis 2, en cambio, es lógicamente incorrecta, pasionalmente transgresora... y culturalmente legítima. O sea, es verdadera.
Seguidamente, la fundamentación de nuestra opinión:
Se nos imputa la pretensión de sostener como verdadero algo que sería científicamente falso. Pero no es así. Las formas de medir el tiempo no son científicas sino convencionales: Lo que es científico es el método o el lenguaje que se utiliza: en este caso, una serie numérica que empieza con 1. Pero decidir, como se hizo en la Edad Media, que la era cristiana comenzó en el año tal o cual de la fundación de Roma –ab urbe condita, diría Grondona – no fue científico, sino arbitrario, como corresponde a este tipo de resoluciones. Más aún, ni siquiera fue rigurosamente histórico, porque hay fundadas conjeturas que ubican el nacimiento de Jesús unos seis años antes ... lo cual, de ser cierto, avalaría la también atractiva tesis del escritor Isaac Asimov: El fin del milenio fue en 1994 y no nos dimos cuenta.
Quienes vivieron en el siglo I no lo sabían, no contaban los siglos, y de hecho no lo hicieron durante los siguientes 800 años. Entonces, sostener que el siglo 1 duró desde el año 1 hasta el año 100 es una verdad tan lógica como inútil; no expresa nada que tenga sentido histórico ni social. Nada culturalmente relevante. En cambio, sí tiene sentido recordar que la mayoría de los pueblos del mundo celebraron el fin del siglo XIX la noche del 31 de diciembre de... 1899. Hace justo cien años. Hace exactamente un siglo.
En cuanto al milenio, la cuestión simbólica es aún mucho más vigorosa. Sobre todo en castellano y en las lenguas romances: Milenio es un derivado directo de la palabra mil, del sonido mil. No imagino cómo haría un papá o una mamá para explicarle a su hijo que ahora entramos al año dos mil, pero que ese asunto del milenio viene después.
Umberto Eco resumió tres mil años de estética y teoría del conocimiento en la idea “la única realidad es la percepción”. Eco, un hombre respetuoso del pensamiento científico, se refirió desde luego a la realidad social, no al mundo material que es objeto de estudio de la física. Y el calendario pertenece a la realidad social, al mundo de las percepciones y representaciones. Y dentro del calendario, a su vez, existen categorías y registros más cercanos y más alejados de la realidad física.
Un año, por ejemplo, mide de modo casi exacto el tiempo en que la Tierra describe su órbita alrededor del sol. El casi es lo que hace que haya años bisiestos, con un día más. El siglo, en cambio, es sólo una suma, y más que una suma, el marco de una época ( El “Siglo de Oro” de la literatura española, tiene unos 150 años, desde mediados del S XVI hasta fines del XVII). Los siglos no son datos de una verdad documental, por eso no figuran cuando escribimos una fecha. Un siglo es una convención más laxa, una medida no astronómica sino histórica. La gente – las sociedades, los pueblos- no cuentan los siglos como los años, entre otras razones, porque bastante menos del uno por diez por mil de la población mundial llega eventualmente a vivir cien años.
Así como hace unos doce siglos decidieron en forma arbitraria a cuántos años de la fundación de Roma debía inscribirse el inicio de la cristiandad, nosotros podríamos hoy pronunciar una arbitrariedad igualmente útil: Digamos que el siglo I tuvo 99 años y logramos poner fin a una discusión inconducente y tediosa.
Quienes con obstinación se queden esperando hasta el 2001 para declarar formalmente iniciado el siglo XXI no lo harán sólo por la pretensión de reducir la cultura a una suma aritmética; su fuente principal de confusión es el desconocimiento del significado de las palabras: La noción año y la noción siglo pertenecen a registros de sentido diferentes.
Bastaría el pequeño esfuerzo de entender que un siglo es una construcción social basada en la experiencia colectiva, y no en el cálculo, para que esta discusión quedase descartada.
Pero no es tan fácil. Se requiere un profundo cambio cultural para devolverle a las palabras su sentido, para emerger de la peligrosa ambigüedad en que nos encuentra sumidos el final del milenio.
Cuando dejemos de usar de modo equívoco y arbitrario palabras como modelo, mercado, éxito, coyuntura, crisis y competitividad, entre muchas otras, quizás ocurra el verdadero cambio de siglo.
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