Noche gris de Buenos Aires. Ciberlocutorio a la vuelta de mi ¿transitoria? casa de separado reciente.
Me escribe usted, una amiga. Junto a un bello y apasionado excerpt de buena prosa, articulada con textos-frases de Gabriel García Máquez, viene una invocación: “No se haga el humilde - dice. Usted era un chico brillante, vea, envidiado y todo eso, e integraba una barra identificada con una letra griega”.
Muchos estímulos juntos - y variopintos - para una sola cabeza.
Empecemos por lo más fácil.
Uno, precioso texto el suyo, especialmente los primeros párrafos. Fluyen, narran poéticamente. Me pierdo un poco acerca de si el encuentro con Gabo es real o imaginado. Concluyo - arbitrariamente - que es real-imaginado.
Dos, no me gusta Gabriel García Márquez. Lo siento muchísimo, a lo largo de mi vida he defraudado a mucha gente confesando que la prosa de Gabo, en el mejor de los casos, me entretiene un poco, pero que no llega a conmoverme. Más me he defraudado a mí mismo todas las veces que no confesé lo que me gustaba o disgustaba.
Algunas veces tuve que explicar - ¿desarmando procesos de identificación proyectiva o simbiosis pegajosa? – “mirá, que a mí no me guste algo que a vos te gusta no es un juicio acerca de vos, no es un juicio de ninguna clase, más aún, aceptalo si querés como una carencia mía, declárame incapaz de sensibilizarme frente a algo que vos sos capaz de percibir y yo no".
Fue inútil; me acusaron de iconoclasta, hereje, réprobo y resentido. Otras veces, no tuve que explicar nada: la conversación simplemente siguió, y mi displacer por el autor amado-odiado fue muellemente desplazada por el placer de oír al otro enumerar, con paciente cadencia, qué le gustaba a él. Es como decir "¿sabés?, no me gusta Rayuela de Cortázar y, sin embargo, me encanta cómo la disfrutás, aprecio muchísimo tu conexión intelectual y sensible con un objeto de arte que te place y te asombra".
Claro, doy por descontado que éste será el caso con mi amiga gabofílica. Es brava; mujer de experiencias, no de explicaciones, diría el epistemólogo Maturana.
Sobre Gabo. Recuerdo que una vez le preguntaron a Borges, en tono de reproche, "Maestro, por qué a usted no le gusta Horacio Quiroga?", a lo que el sabio mago respondió, calmo: "Porque lo he leído".
Desde luego, yo no soy JLB y no usurparé su respuesta. Sólo declinaré de ella una versión más vulgar. No me gusta García Márquez porque antes había leído a William Faulkner y a Alejo Carpentier, a Melville, a Ciro Alegría, incluso al propio Carlos Fuentes, que ama a Gabo hasta la idolatría. Pero, sobre todo, a Faulkner, que inventó el realismo mágico sin ponerle marca ni rótulo, que derramó su fecunda semilla sobre cada iberoamericano que escribió después que él, porque se inspiró en los pantanos fantasmales de la cuenca del Misisisipi, en el bayou, en la tradición creole, y sin apelar jamás al pintoresquismo nos regaló con pluma exacta El Villorio, Absalón-Absalón, Luz de Agosto, Mientras Agonizo, El Sonido y la Furia y tanto más. Y Carpentier, ah, ¿cómo pudo ser al mismo tiempo tan barroco y tan demoledoramente exacto en su imaginería; qué hechizo originario le permitió permutar las palabras más remotas del diccionario en puñetazos a la conciencia?
Aprendí con el tiempo a amar a muchos pero sólo dar batalla por pocos. Entre los muchos, Balzac, Proust, Dylan Thomas, Ungaretti, Saer, cientos más de una lista inacabable, fueron amados, gozados, pero nunca discutidos en el ágora. A lo sumo, compartidos en secreto con un buen amigo en una tertulia regada de malbec, o aún más en secreto con la mujer amada, agregándole al vino el derrame de esencias privadas y profundas.
Sólo por un puñado parto lanzas: Shakespeare, Borges, Víctor Hugo, más un lugar vacante para un cuarto héroe si la ofensa es patética. Lanzas, digo, abusando de la metáfora, porque no son defensas furiosas sino envolventes invitaciones a descubrir los placeres que a mí me han colmado. Del cine, lo mismo, cientos de artistas nobles que arrancaron mis risas, mis lágrimas, mis asombros, y unos pocos genios por quienes me bato a duelo: Chaplin, Orson Welles, Kubrick, Woody Allen.
Y llegamos a mí mismo, miembro fundador de la Omega, la letra griega, la última, cómo tenía que ser. A mí mismo, que una vez, copiando a otro - desde luego - dije "cómo no tengo talento, me siento obligado a tener gusto". Eso era todo en la Omega. Corrijo, "los omegas" cómo se nos identificaba. Gusto, ganas, destreza de discurso; hormonas apremiantes que, gracias al colectivo, buscaron la salida por la puerta de la seducción y no por la de la violencia.
Fue el colectivo, no los individuos, lo que creó la ilusión de un liderazgo. Unidos en nuestras fortalezas relativas, supimos cubrir nuestras debilidades con actos de prestidigitación. Porque, cuál es finalmente la destreza suprema del hombre de la galera? Desviar la mirada hacia la mano que no hace la trampa. Cuál es la destreza del seductor? Atraer la mirada hacia lo que brilla, apartándola de lo que desluce.
¿Humilde? Ja! El peor de los petulantes. Hombre de explicaciones y no de experiencias, al revés que la regla de Maturana. Excusas, coartadas, procrastination, elusiones, esquives. Miedo. Quienes embestimos cuando tenemos miedo logramos, por unos momentos, parecer valientes. Muchos no aprecian la diferencia entre ponerse a la vanguardia y fugar hacia adelante; eso nos permite la impostura de sobresalir, de un modo efímero y superfluo, sobre el aturdimiento ajeno ¿Renegar de Omega? No, al contrario, amo a Omega por su secreto jamás revelado. Amo a Omega porque su origen primario no era la fatua búsqueda de la notoriedad a través de la quincallería libresca o el humor ácido e irreverente. No, era un pacto labrado en la ternura, en la inocencia de la aurora libidinidal: Seis chicos que querían ennoviarse con seis chicas y acordaron una estrategia común y solidaria (No me pregunte, señora, si fueron exitosos en la aventura, porque esto es parte del secreto…y de la desmemoria) Todo lo demás surgió por añadidura. Los seis crecieron en poco tiempo a ocho; los dos nuevos, que debieron superar un pueril rito iniciático, apenas sospecharon la causa verdadera. Un noveno se sumó más tarde por la sola - y valiente - virtud de haberse alzado en defensa del honor omega cuando éste fue puesto en grave cuestión por un grupo de "sublevados".
Amo, señora, a Omega, pero no por lo que la hizo célebre, sino porque su primera inspiración fue el amor. Hasta hubo una diosa-musa-parca-fata del enamoramiento, a quien llamamos Natacha, y a la que fue erigido un imaginario templo en un triángulo de árboles, frente al Monumento a la Bandera. Cada uno le puso a Natacha un rostro, una voz, un cuerpo, y alguno hasta se atrevió a confesarle la descripción a los otros. Deslizamientos rápidos, amores fugaces, creo recordar que los rostros de Natacha no coincidían, en realidad, con los de las anheladas novias de la inspiración fundante.
¿Cómo no amar a Omega sí, sin que casi nadie lo sepa, la vida finalmente me trajo a Natacha? ¿No me cree usted? Yo tampoco lo creería en su lugar. Pero ocurrió. Años después de que el último rastro de Omega se hubiese fundido en la bruma del tiempo - claro, porque un año de un adolescente vale por una década de un adulto, como Usted no ignora - yo tuve mi única e irrepetida experiencia de amor a primera vista. Apareció súbitamente en la calle, con una sonrisa que yo ya he descripto en un texto que usted conoce - y que usted sólo divulgará con mi expresa licencia, nunca antes, si me disculpa - y yo me grité para dentro: Es Natacha!!! Pulsión de destino, serendipidad o conjura astral; simple coincidencia, si prefiere, tuve el privilegio de amar a esa mujer - mi diosa Omega - durante cien gloriosos días.
(...)
¿Será en esta resurrección que escriba mi libro? Tal vez el amor pueda lo que no pudieron el miedo, la competencia, la codicia. Tal vez el amor me cure de mis torpezas y extravíos y entonces encuentre el cajón oculto en el que mi mago perdió su capa y su galera. Pero ya no para hacer prestidigitación y engaño de los sentidos, no. Para hacer magia, la verdadera magia que millones de individuos - poetas ágrafos, héroes silentes y anónimos, ingenieros de la supervivencia, soberanos de su metro cuadrado de dignidad, dueños de su desnudez, de corazones bravos y tiernos, de almas libres y probas - labran cada minuto de este mundo sin otra estridencia que la celebración de vivir.
Amiga mía. Usted me ha inspirado para que le cuente la verdadera historia de mí mismo en una centésima de las líneas que he empleado durante medio siglo para narrar la impostura. Aquí tiene mi testimonio de una epopeya colegial que no fue más que una pequeña historia de amores adornada con guirnaldas de papel.
Hágalo suyo, si le gusta, e incorpórelo como epílogo de su antología. Y si no, guárdelo hasta que sienta que puede olvidarlo.
La abrazo con cariño, respeto y gratitud.
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