Los paraguas de Boluburgo


(A TRUE STORY)

Llueve, eso es notorio.

Con dificultad, serpenteamos sobre las veredas rotas y barrosas de la City. Veredas quebradas y sucias que conducen a casas bancarias opulentas y pulidas al Blem. Más que un contraste, cursi de tan obvio, una foto de la lenidad: los bancos, como frentistas, son responsables por sus veredas, y el gobierno local, como depositario del poder de policía, es quien debería obligarlos a hacerse cargo.

Los perros cagan 35 toneladas por día en las calles de Buenos Aires. Los bancos cagan a 35.000 personas por día solamente en el microcentro.

Los caminantes, cagados por los bancos y los perros y la burocracia,  y meados por la inclemencia – también selectiva – del dios Meteoron, no tenemos nada en común, salvo la condición negativa de  víctimas de esa negligente confabulación de iniquidades. Nada; sólo somos obstáculos recíprocos, fragmentos caníbales de un contrato cívico muerto al nacer.

Nos empujamos, nos cagamos a paraguazos en esa incestuosa pelea por llegar antes a ningún lugar. El enemigo somos nosotros pero, a diferencia del Pogo de Walt Kelly, aún no lo hemos descubierto, y es improbable que lleguemos a develarlo antes de la próxima glaciación.

Hoy no traje paraguas. Camino bajo las cornisas, como creo que es el derecho de los que no usamos paraguas. Cuando lo llevo, lo sostengo alto y, si lo inclino, siempre es hacia la calle. Como mi estatura es algo superior a la estándar, el resto de la piara ambulante tiene poco riesgo de que mi paraguas se clave en sus ojos. Por la misma razón, mi cara es un imán para los paraguazos; con los años, he desarrollado sinuosas tácticas de evasión, no siempre eficaces.

Ahora, por ejemplo, se acerca esta señora de estatura media, edad indefinida, cara gris y paraguas rojo – lo único colorido en ese misil ciego e indiferenciado que embiste contra la masa – que usurpa el sendero bajo las marquesinas. Su rojo caparazón, inclinado con aviesa letalidad hacia el resto de sus enemigos, duplica el ancho de su trayectoria.

Como era previsible, el monstruo me embiste. Mientras trato de desincrustarme de la mejilla las púas de su escudo rojo, su mirada gris y boba enfoca mi cara y sus labios planos se abren en lo que yo, cándido, imagino que será una disculpa. Pero no, de su boca sólo emerge un monosilábico reproche: “¡Eh!”

Me planto y respondo: “¡Señora, usted además de egoísta e insolidaria, es muy bruta!”

Protesta: “Y usted un maleducado”

Un motoquero que está acomodando su cabalgadura en la acera ha visto la escena y me ha lanzado un gesto solidario. Esa clásica boca que se frunce hacia adentro y esos ojos que claman oblicuamente al cielo, y que sólo pueden significar “pero qué tipa más pelotuda”,  me infunden un tibio coraje.

“No, AHORA voy a ser maleducado: Usted váyase a la concha de su madre, y hágalo rápido antes de que le meta ese paraguas de mierda por la boca y se lo saque por el culo ¡Ya! Raje de acá!” Me parece que me oyeron hasta en Tandil.

El motoquero colapsa en una carcajada paroxística mientras Caperucita Roja corre como un cuí entre los charcos. Estoy enojado.

La risa del motoquero , la sonrisa gentil de otra dama que había estado fuera de cuadro, y una mano cordial que desde atrás se apoya en mi hombro, fungen de pararrayos para mi furia. Me empiezo a reír y la piara se hominiza y se colorea.

Por un momento, pareciera como que sí estamos descubriendo al enemigo.


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