En estado de cultivo, un puchero de ideas volcadas en varios grupos, disparadas por un par de preguntas incisivas una escritora amiga, una sobre la reiteración – o amontonamiento - de muertes de buena gente, y la otra sobre mis visiones de antes y de ahora.
Planteaba hace diez años, en un seminario que dictaba sobre “Crisis y comunicación en la modernidad avanzada”, con eje en la lectura de Bauman, mi angustia ante "la desaparición de los sabios" (Aun cuando no era tan simple la fórmula que usaba, podría condensarla así)
Postulaba entonces - ahora, a mis 62, ya no lo percibo del mismo modo - que las mentes más iluminadoras, las que nos ofrecían marcos cognitivos y éticos superiores, estaban envejeciendo sin dejar herederos.
Morin, Castoriadis -ya había fallecido-, Bobbio, Prigogine –ambos, poco después-, Umberto Eco, el propio Bauman, Capra, Maturana y otra docena más, mujeres y hombres de singular talento y sabiduría, estaban cerca de partir y no tenían reemplazo. La generación siguiente - sostenía yo - brillaba en campos específicos y fragmentados de la ciencia, bastante menos en las artes, muy escasamente en la política, mientras el pensamiento-marco se quedaba sin voces.
Quedaban inteligentes, quedaban innovadores, quedaban algunos creadores, pero no habrían de quedar – según yo temía -los sabios. Los debates fueron muy interesantes; yo buscaba provocar el compromiso con la lectura y el pensamiento crítico y abierto para que "el trabajo de los sabios" pudiera continuarse; hasta cierto grado, la provocación funcionaba. Mis estudiantes me refutaban con contagioso optimismo.
Pero lo que realmente me angustiaba - más allá de la retórica que desplegaba con propósito didáctico - era el tema de "las voces", es decir, no ya lo que podíamos perder en materia de producción libresca, sino de testimonio directo, contemporáneo, frente a los avatares del mundo. Me angustiaba el sentimiento de orfandad porque, frente cualquier cataclismo social o moral, en medio de la confusión y del mercadeo de noticias sesgadas y fabricadas, ellos podían hablar con una autoridad imperativa para poner luz.
Es decir, yo no me sentía huérfano porque mis "padres" dejarían de escribir, sino por algo más inmediato y acuciante: ya no podrían hablar en mi nombre; sentía que el mundo se iba a quedar sin voz y representación frente a la atrocidad.
Así lo expresé en 2005, cuando murió Arthur Miller: “Con él cerca, - escribí- el amenazado mundo de las verdades hondas y la inteligencia crítica era un sitio más seguro” No me refería sólo al dramaturgo, sino especialmente al cruzado insobornable contra la banalidad, la corrupción y la injusticia.
Imagino que esa idea de "morirse antes de tiempo", en muchos casos cierta, tiene también que ver con que los que se van son quienes hablan por nosotros, quienes abogan por nuestros sueños y dolores desde una posición influyente. Quizás no nos dolería tanto si estuviésemos seguros de que otros toman la antorcha.
Quizás - sólo quizás - no nos sentiríamos huérfanos si supiéramos que nosotros mismos ya capturamos una porción de ese fuego para seguirla portando en alto.
El cambio que he advertido a lo largo de esta última década consiste en que las diversas y múltiples redes de seguidores, lectores, difusores y ampliadores de aquella sabiduría de los maestros es fuerte, vigorosa y, en cierto punto, autopoiética.
Esa capacidad de generación y regeneración nos hace sentir menos huérfanos y más hermanados. La revolución de las NTICs - o parte de ella- se ha encargado de tejer un ágora que no existía como tal en 2001, cuando empecé a dictar esos seminarios.
Con el antropólogo Mario Rabey tuvimos no hace mucho un interesante intercambio acerca de estos nuevos fenómenos que integran y replican plataformas, donde los diferentes espacios no se solapan ni aglomeran, sino que hacen sinergia. Rabey me decía que estamos cerca de una revolución comparable a la de la invención de la imprenta.
De la mano de Carlos Neri, Diana Fernández Zalazar y Mariano Lopata, conocí el debate multiplicador que fomentan en una cátedra flexible y vigorosa, inspirada – entre otros – por el gran Narciso Benbenaste. A muchos de quienes aquí cito como portadores de la antorcha los conocí gracias a las redes sociales. A decenas de otros, repartidos por el mundo, los conozco a través de la interacción de los blogs.
En aquellos días iniciales del siglo XXI yo no podía imaginarme hurgando en "En busca de la política", de Bauman, o en "Introducción al pensamiento complejo", de Morin, o gozando con la versión de Baremboin del 5º Concierto de Beethoven, o la versión musical de Guilmour del soneto 18 de WS... en simultáneo con otro centenar de personas distribuidas en todos los continentes.
Los que se fueron muriendo no nos dejaron solos, nos dejaron conectados y con el mandato de transformar esa conexión en una alianza invencible.
Arthur Miller, 1915-2005 Daniel Baremboim, 1942 Michel Foucault, 1926-1984 Edgar Morin, 1921 Fritjof Capra, 1939 Ilya Prigogine, 1917-2003 David Guilmour, 1946 Richard Wright, 1943-2008 Zygmunt Bauman, 1925 Cornelius Castoriadis, 1922-1997 Rita Levi-Montalcini, 1909 Marguerite Yourcenar, 1903-1987 Susan Sontag, 1933-2004 Gore Vidal, 1925 Norberto Bobbio, 1909-2004 Noam Chosmky, 1928
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